Quería escribir el domingo pero mi ánimo era tan bajo, tan a ras del suelo, que me fue imposible. Hoy, antes de salir, he escrito este breve relato sin pormenorizar pero bastante descriptivo de las emociones que suscita tanta ruina.
Es un día poco amigable para salir a pasear aunque tras lo que vi anteayer en Catarroja, cualquier día parece hasta bonito.
En unas horas muchos conciudadanos han pasado de tener una vida relativamente confortable a la miseria más absoluta.
La energía y el vigor atribuibles a la juventud, harán que los niños, adolescentes y jóvenes, que están por debajo de los 40 años, se recuperen de este golpe aún con dificultades. Pero aquellos que excedan de los 70 años –y a los que se presupone que lo han visto todo-, lo van a tener muy difícil, e incluso, ya no lo tendrán.
Antes del 29 de octubre, el espacio entre Albal y Catarroja era una franja de unos 500 m de parcelas urbanizables con sus calles, aceras, iluminación y hasta el parque de Benamá que ocupaba varios de estos espacios.
Ahora ese terreno llano la dana lo a convertido en una sucesión de colinas creadas por desperdicios domésticos, basura, electrodomésticos inservibles y montañas de vehículos apilados por la maquinaria pesada hasta alcanzar más de seis alturas.
Os aseguro que la entrada al pueblo vecino es desoladora y la antesala de lo que encuentras después en el paseo de La Rambleta (ahora se comprende porque le pusieron ese nombre) que era una calle muy animada con tiendas de todo tipo, bares para aburrir, supermercados, iglesias,… ¡todo arrasado!
Tardarán meses en recuperarse y muchos no lo harán. Tanta aflicción y escombro fue demasiado para mí averiado corazón que parece haberse mimetizado con el siniestro panorama.
Como dijo Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas,… «el horror, el horror»