«Güenos» días señora con paisaje manchego al fondo y retrechera familia. Escribo antes de salir de paseo aunque no me encuentre bien.
Me duele el IPC, como a tantos otros millones de conciudadanos aprisionados en medio de una inflación desbocada y unas expectativas poco halagüeñas. Menos mal que el paseo no consume gasolina y me permite, por una hora, experimentar el placer de sentirme Elon Musk sustituyendo, eso sí, sus millonarios paseos por el espacio, por la visión de los andurriales de una Catarroja cósmica y universal.
El que no se consuela es porque no quiere o carece de la imaginación necesaria.
Ya están compadres y comadres haciendo las cuentas de las próximas vacaciones en Gandía o Benidorm de la inclemente mano del IMSERSO, a ver si la pensión este año les da para acudir al chiringuito donde oír a María Jesús y su acordeón y poder -un año más- hacer el trenet para bailar «Los pajaritos» si las caderas no lo impiden.
Más de uno debe haber llegado a la dolorosa conclusión de que su pensión no da para estirar más y que el fiel auditorio de la ínclita musiquera se verá mermado.
Afortunadamente para los dueños del mundillo turístico, parte de los huecos dejados por los conciudadanos se verán ocupados por sonrosados «brexits» dispuestos al desmelene. No es de extrañar que su loca euforia se vea acompañada por camareros/as de sueldo magro y mirada esquinada -cuando no abiertamente hostil-, obligados a ajustar su agotador horario a las veleidades foráneas a golpe de horas complementarias no remuneradas.
¡Ah, qué bonito es vivir en un país turístico con un IPC implacable, lleno a rebosar de ingenieros y filósofos ejerciendo su acendrada educación entre mesas atestadas de rubicundos clientes, ora con bandejas de sangría de garrafón, ora con una sabrosa paella de arroz con cosas!
Decididamente… me duele tanto tanto el IPC, que no sé si me ha producido metástasis.