No sabía si contarlo o no. Pero algo me obliga a sentir este impulso.
Me ha visitado una antigua amante de modo inesperado a una hora intempestiva. Las seis y diez de la madrugada no es momento para que nadie espere ningún acontecimiento así, pero milagrosamente se ha producido.
Dormía yo -creo que profundamente- y unos vagos sonidos en el exterior me han despertado. Se hacían cada vez más audibles y próximos, tanto que me he visto obligado a levantarme, mear y ver que sucedía. Y, de súbito, casi intuyendo su presencia, ahí estaba.
Un reencuentro tranquilo pero jubiloso, mezcla de deseo adolescente y estupor de quien ha tenido una vida lo suficientemente larga como para no sentir asombro por lo inexplicable.
No ha mediado diálogo alguno, pero ella no paraba de susurrarme sonidos que delataban el placer del reencuentro y que no hacían más que despertar en mí placeres que, después de su eterna ausencia, creía perdidos.
Ha sido un acontecimiento más breve de lo que yo hubiera deseado pero no tanto como para no dejarme llevar por la lluvia de besos, caricias y abrazos que me ha ofrecido con diligencia y generosidad sin esperar siquiera que yo la correspondiera.
Esta madrugada, a lo largo de casi una hora que me ha sabido a »reloj no marques las horas», ha venido a amarme sólo a mí: LA TORMENTA.